1911. No había peor trabajo en
el pueblo que ser el portero de un prostíbulo pero, aunque no dejaba
de ser un trabajo tan digno como otro ¿qué otra cosa podía hacer
aquel hombre? El hecho es que nunca había aprendido a leer ni
escribir, no tenía ninguna otra actividad ni ocupación. Cierto día
entró como gerente del burdel un joven lleno de ideas, creativo y
emprendedor, que decidió modernizar el local. Para ello también
llamó a los empleados para informarles de las nuevas tareas. Y
cuando llegó al portero, le dijo:
A partir de hoy, usted, además de estar en la entrada, va a preparar un informe semanal donde registrará la cantidad de personas que entran, incluyendo sus comentarios y quejas sobre el servicio.
Me encantaría hacer eso -contestó nuestro protagonista- Pero no sé leer ni escribir.
¡Vaya, cuánto lo siento! Pero siendo así, ya no puede seguir trabajando aquí.
Señor, he trabajado en esto toda mi vida, no sé hacer otra cosa. No haga eso, por favor.
Le comprendo pero no puedo hacer nada. Le daremos una buena indemnización y espero que encuentre otra cosa y que sea mejor. Lo siento muchísimo.
El portero sintió como si el mundo se le derrumbara. ¿Qué podía hacer? Recordó que en el prostíbulo, cuando se rompía alguna silla o mesa, él las arreglaba con esmero y cariño, así que pensó que podría ser una buena ocupación para conseguir un trabajo. Lo malo es solo contaba con algunos clavos, muchos oxidados, y una herramienta mal conservada. Pensó que usaría el dinero de la indemnización para comprar una caja completa de herramientas. El problema es que en el pueblo no había ferretería ni vendían nada de eso, debería viajar dos días en burro para ir a la localidad más cercana para comprarla, así que no tenía otra opción.
El día en que regresaba, un vecino llamó a su puerta.
Hola, buenas tardes. Quería preguntarle si tendría un martillo para prestarme.
Sí, acabo de comprarlo -contestó él- Pero lo necesito para trabajar, ya que...
Bueno, no se preocupe, mañana se lo devuelvo a primera hora.
Si es así, perfecto, sin problema.
A la mañana siguiente, tal y como había prometido, su vecino llamó a la puerta.
Mire, la verdad es que todavía me hace falta el martillo. ¿Por qué no me lo vende?
No puedo, lo necesito para trabajar. Entiéndalo... la ferretería está a dos días de aquí en burro.
El vecino se quedó pensando momentáneamente y contestó:
Verá, le propongo un trato, si quiere. Le pagaré los días de ida y vuelta más el precio del martillo, ya que ahora no está trabajando ¿Qué le parece?
Ok, de acuerdo.
Al día siguiente, otro vecino le esperaba en la puerta de su casa.
Hola. Me han dicho que ha vendido un martillo a nuestro vecino de allí enfrente. Necesito algunas herramientas y, bueno, estoy dispuesto a pagarle sus días de viaje y un extra más para que me las compre. No tengo tiempo para viajar y hacer las compras. ¿Qué piensa?
El ex portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió unos alicates, un destornillador, un martillo y un cincel. Pagó y se marchó.
Con todo, nuestro protagonista guardó las palabras que había escuchado: “no tengo tiempo para viajar y hacer las compras”. Si esto era así, otros requerirían de él para viajar y traer herramientas así que en el siguiente viaje arriesgó un poco más de dinero, trayendo más herramientas de las que había vendido. Es más, podría economizar un poco de tiempo en los viajes. Poco a poco, la noticia comenzó a extenderse por el pueblo y algunos, queriendo economizar el viaje, le hacían encargos. El caso es que ahora, como improvisado vendedor de herramientas, viaja una vez por semana y traía lo que necesitaban sus clientes.
Con el tiempo, alquiló un pequeño almacén y unos meses después compró varios muebles, estantes y un escaparate, convirtiendo ese almacén en la primera ferretería del pueblo. Ya no viajaba, sino que eran los fabricantes quienes le enviaban los pedidos. Con el paso del tiempo, la gente de los pueblos cercanos preferían comprar en esta ferretería en vez de gastar dinero en los viajes. Un día se acordó de un amigo suyo que era herrero y pensó que él podría fabricar las cabezas de los martillos. Y entonces, por qué no, también los destornilladores, los alicantes, etc. Más tarde ya eran los propios clavos y tornillos. Así, en pocos años se convirtió en un fabricante de herramientas rico y próspero.
Tiempo después, decidió donar una escuela a su pueblo, donde además de la lectura y la escritura, los niños aprendían algún oficio. El día de su inauguración, donde el alcalde le entregó las llaves de la ciudad, le abrazó y le dijo:
Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos que nos conceda el honor de poner su firma en la primera página del libro de actas de esta nueva escuela.
Señor, sería todo un honor, me encantaría. Pero no sé leer ni escribir. Soy analfabeto.
El alcalde no salía de su asombro.
¿Usted? No me lo puedo creer. ¿Ha llegado hasta donde sabemos sin saber leer ni escribir?
Seguía atónito.
Entonces, ¿qué hubiera sido de usted si supiese leer y escribir?
Eso se lo puedo contestar -repuso nuestro protagonista- Si yo supiese leer y escribir, seguiría siendo el portero del prostíbulo.
Esta historia, querido lector/a, no es ninguna invención. Es real y se refiere a Valentín Tramontina (1893-1939), a quien pertenece la fotografía de este post y fundador de Industrias Tramontina, que en la actualidad cuenta con 10 fábricas, casi 6000 empleados y produce casi 30 millones de unidades al mes, exportando su propia marca a más de 120 países, siendo la única empresa brasileña en esta condición. Por cierto, la ciudad que menciono es Carlos Barbosa, en el interior de Río Grande do Sul.
Recuerda: las adversidades pueden ser oportunidades. El agua nunca discute con sus obstáculos: los rodea.
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