Hace unos días mantenía una interesante conversación con una buena amiga y compañera sobre lo que sufrió relativo a una relación a todas luces tóxica por razones que no mencionaré aquí por privacidad. Y es que muchas veces la vida nos enfrenta a situaciones y personas que desafían nuestro bienestar emocional y mental. En medio de estas circunstancias nos encontramos atrapados en relaciones o dinámicas que no solo nos lastiman, sino que también nos hacen perder de vista quiénes somos realmente. Cuando alguien nos hiere de forma persistente, ya sea a través de palabras, acciones o la falta de ellas, es fácil caer en la trampa de creer que merecemos ese trato, que el dolor es una parte inevitable del amor o la compañía. Pero la realidad es muy distinta: el amor verdadero no duele, no hiere ni desgasta. Lo que duele son las expectativas no cumplidas, la soledad en compañía, la hipocresía, las mentiras, el rechazo, y el silencio abrumador que deja vacíos en el alma.
A veces tenemos tanto miedo a la soledad que nos aferramos a lo que sea, incluso a lo que nos destruye. Preferimos la compañía del dolor antes que enfrentar el vacío que podría venir al soltar lo que nos lastima. Nos convencemos de que el problema es el amor cuando, en realidad, el amor en su forma más pura y genuina no causa sufrimiento. El dolor viene de la traición, la indiferencia y la falta de reciprocidad. Nos duele cuando amamos profundamente y no recibimos lo mismo a cambio, cuando entregamos nuestro corazón y, en lugar de ser valorado, es pisoteado y maltratado. Sin embargo, reconocer que lo que estamos viviendo no es amor, sino una dependencia malsana al dolor y la atención, es el primer paso hacia la liberación. No se trata de aferrarse a lo que nos lastima, sino de aprender a soltarlo, de aceptar que algunas relaciones o situaciones simplemente no están destinadas a durar. A veces nos aferramos a una versión idealizada de alguien o algo que en realidad no existe más que en nuestra imaginación. Esta adicción al dolor, esta dependencia de lo que ya no es, nos mantiene estancados en un ciclo de sufrimiento del que parece imposible escapar.
El silencio, aunque a menudo incomprendido, es una señal poderosa. Es el grito desesperado de un corazón que ya no puede soportar más, un llamado a la acción, a la necesidad de cambiar algo en nuestras vidas. Cuando alguien se queda en silencio, cuando las palabras ya no fluyen, es porque su alma está agotada, cansada de intentar encontrar una solución que parece no llegar. Y es en ese momento cuando debemos escucharnos a nosotros mismos, cuando debemos tomar la decisión de liberarnos de lo que nos hace daño. Soltar no siempre es fácil, por supuesto que no, especialmente cuando nos han enseñado a aferrarnos, a luchar, a no rendirnos. Pero hay un punto en el que debemos preguntarnos si esa lucha realmente vale la pena, si seguir aferrados a lo que nos causa dolor y nos está llevando a algún lugar positivo. El proceso de soltar, aunque doloroso al principio, es el camino hacia la sanación. Es un acto de amor propio, de reconocer que merecemos algo mejor, que nuestra paz mental y emocional es más valiosa que cualquier relación o situación tóxica.
Al liberarnos de lo que nos lastima, empezamos a ver las cosas con mayor claridad. El tiempo, ese maestro silencioso, nos muestra que muchas de las cosas a las que nos aferramos no son tan importantes como creíamos. Las posesiones, las relaciones, el estatus, todo es efímero. Lo que realmente importa es nuestra paz interior, nuestra capacidad para amarnos a nosotros mismos lo suficiente como para alejarnos de lo que nos quita la tranquilidad. No es fácil y muchas veces, si no todas, no estamos preparados para hacerlo pero cuando finalmente lo logramos, experimentamos una libertad y una ligereza que no tienen comparación. Nos han enseñado a temer la soledad, a verla como un castigo cuando, en realidad, es un espacio sagrado de encuentro con uno mismo. Es en la soledad donde podemos reflexionar, sanar, y redescubrir nuestra esencia. Nos damos cuenta de que no necesitamos nada externo para ser felices, que la verdadera magia reside dentro de nosotros. Cuando aprendemos a amarnos y a valorarnos, dejamos de buscar fuera lo que ya tenemos dentro. Este proceso de autodescubrimiento y sanación es profundamente liberador. Nos permite reconstruirnos, renacer y volver a soñar. No hay necesidad de esperar a que algo o alguien llegue para hacerlo. Tenemos el poder de activar nuestra fe, de ser compasivos con nosotros mismos, de perdonarnos por los errores del pasado y de avanzar con una nueva perspectiva. Al hacerlo, nos damos cuenta de que merecemos un amor que sea tan puro, bonito y sincero como el que somos capaces de dar. No debemos conformarnos con menos.
El secreto no está en perseguir desesperadamente lo que deseamos, sino en cuidar de nosotros mismos, en crear un entorno en el que podamos florecer. Cuando nos centramos en nuestro propio bienestar, en nuestro crecimiento personal y espiritual, las cosas que realmente merecemos comienzan a llegar a nuestras vidas de manera natural. No necesitamos correr detrás de las mariposas: si cultivamos nuestro jardín interior, ellas vendrán por sí solas. Así que, cuando alguien te trate mal, cuando sientas que te están rompiendo el alma, recuerda que decir "hasta aquí he llegado", como afortunadamente hizo mi amiga, Y no es un acto de cobardía, sino de valentía. Es salvar tu vida, tu esencia, tu paz. Y al hacerlo, te abres a la posibilidad de encontrar un amor que te respete, que te valore, y que te ame de la manera en que mereces ser amado. Porque tú eres la prioridad y no debes aceptar menos de lo que realmente vales.
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