Cierto día, el fósforo le dijo a la vela:
Hoy te encenderé.
¡Oh no! -dijo la vela- ¿no te das cuenta que si me enciendes, mis días estarán contados? No me hagas una maldad de esas.
Entonces, ¿quieres permanecer así toda tu vida? ¿Dura, fría y sin haber brillado nunca? -preguntó el fósforo-
Pero... ¿tienes que quemarme? Eso duele y además consume todas mis fuerzas -murmuró la vela-
Tienes toda la razón -respondió el fósforo- Pero es nuestra misión. Tú y yo fuimos hechos para ser luz y lo que yo como fósforo puedo hacer, es muy poco. Mi llama es pequeña y mi tiempo es corto. Pero si te paso mi llama, habré cumplido con el propósito de mi vida. Yo fui hecho justamente para eso, para comenzar el fuego. Ahora, tú eres una vela y tu misión es brillar. Todo tu dolor y energía se transformará en luz y calor por un buen tiempo.
Escuchando eso, la vela reflexionó y contestó al fósforo, que ya estaba en el final de su llama:
¡Por favor, enciéndeme!
Y así produjo una hermosa y brillante llama.
Así, como la vela, a veces es necesario pasar por experiencias duras, experimentar el dolor y el sufrimiento para que lo mejor que tenemos surja, sea compartido y podamos ser LUZ. Recuerda, querido/a lector/a, que un mar calmado no hace buenos marineros: los mejores son revelados en aguas agitadas. Si tuvieras que pasar por la experiencia de la vela, recuerda que servir y compartir el AMOR es el combustible que nos mantiene vivos. Nunca olvides que siempre debemos ser luz. Una luz que guíe, que no opaque o ciegue. Brilla para dar mucho brillo donde quiera que vayas. Y a quien le moleste, que se tape los ojos.
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